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Cuatro cirios (Heidi Cassio)



A Graciela

 

“El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo.

Pedro Páramo. Juan Rulfo

 

 

Ya van a dar las cuatro de la mañana. Se quedaron solas las calles. Una tras otra, las luces de las cantinas se apagan, y con ellas el bullicio que hace unas horas me ensordecía. Estoy agotada, no he parado en toda la noche. Mis pies van arrastrando los pasos haciéndolos cada vez más lentos. Al llegar a la esquina me siento a la orilla de la banqueta. Me despojo de los apretados zapatos, arrancándome un hondo suspiro, y prendo el último cigarro que me queda. La primera bocanada abre nuevamente mis ojos. El humo se mezcla con el cielo negro de la madrugada, con los recuerdos, ahora espectros deambulantes en mi memoria. Graciela…

El Tívoli es la única cantina abierta a estas horas. Aún hay clientes, desde aquí puedo escuchar sus voces. Si llego, quizá logre juntar un poco más. Estoy tan cansada; don Chon me advirtió que no volviera sin el dinero que necesito. Dios sabe que de verdad lo necesito. En la última bocanada cierro los ojos. No he dormido en dos días, no sé cómo está mi madre.

   

«Mi madre… tan solita que se quedó sentada en aquel rincón llorando su grande pena. Afligida como María Dolorosa, entre las flores y la luz de las veladoras. Con los ojos clavados en la que ahora duerme. Pobre de mi madre, ha de sentir tanta soledad, esa que queda cuando le quitan a uno lo más querido». 

******

El balbuceo de un viejo ebrio que camina cerca me vuelve del corto letargo. Me pongo de pie y cruzo la calle sosteniendo en mis manos la charola que me dio don Chon. Don Chon… ya está esperándome.

        El Tívoli guarece sólo a un par de borrachos recargados sobre la barra. Ya no hay clientes, es todo lo que pude juntar. Tomo la charola fuertemente como si en ella se concentrara mi vida y me apresuro para llegar a la salida de la zona.

        Camino a paso rápido por la banqueta de las calles oscuras. La penumbra juega con el silencio; abraza la quietud. Solo los perros se asoman por las fachadas sombrías buscando entre la basura algo que puedan comer. Camino aprisa. Siento el corazón escapar de mi pecho. Tengo frío. La charola lleva algunos billetes grandes; Dios quiera que con esto sea suficiente.

Al otro extremo de la calle un bastón secunda los pasos de una figura encorvada que aparece de manera fantasmal. Los míos se detienen. El nudo en la garganta… mis ojos se atestan de lágrimas. Estoy cansada. Mi madre, Graciela…

–¡Martha, apúrate, muchacha! Hay que contar el dinero. Junta lo de tu charola y la mía. Ándale, cuenta, cuenta el dinero.

Don Chon vacía su charola sobre la mía. Alza su rostro arrugado, sonríe mientras toca mi hombro con ternura.

–¿Ves, criatura? Dios no desampara. Aunque sea de limosna, pero vas a poder comprarle su caja, mira, hasta pa los cuatro cirios te va a alcanzar. Vamos de una vez a la funeraria, no es bueno que tu hermana siga tendida en el suelo. Vamos rápido, ya mero va a amanecer.

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