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Mis ojos el fuego: la zarza ardiente en lo cotidiano (Miguel Morales)


Desde hace 500,000 años antes de Cristo, el hombre ha sido convencido por el fuego, de que Dios tiene un propósito conmutativo y espiritual, al expander el universo, y darnos muestra de su presencia a través de una estrella, la caída de un rayo o la erupción de un volcán. Esas observaciones “curiosas” del hombre, su atención sistemática e instinto de sobrevivencia, lo llevó a una revelación prístina, perínclita, preclara de sí mismo, a través de las zarzas ardientes del diario vivir, como el Moisés bíblico.

Me atrevo, con firmeza de apóstol cristiano, comentar que Mis ojos el fuego, libro poético de mi amigo Julio César Félix, editado en la tercera serie de Escritores coahuilenses Siglo XXI, es un logrado y gratificante esfuerzo de la Universidad Autónoma de Coahuila, de promover la lectura y enriquecer el acervo bibliográfico de nuestro Estado… y pues pasando al blues inasible y lastimero, al montón de objetos inútiles y ridículos, residuos pues, que el ñaque incendiario y memorioso medita efímeros; y entre otras epifanías solares y soñadas, que alumbran los 9 apartados líricos y estancias fosforadas, en más de 100 páginas de neón bluseando, donde la palabra cumple su misión de combustible; y donde la hospitalidad de los instantes dura un cerillo, para decirlo con Julio César a dúo saxonado y con gospel: “Este viaje se recorre solo…El cuerpo es una flor, el espíritu un jardín; pero cuando surge la indiferencia es cuando el motor del alma se suspende…Continúa la ruta de la arena”.

Hay una posición airada desde el título, porque decir Mis ojos el fuego implica una contradicción y una paradoja; eso llama la atención del pasmo, asombra al asombro, y llama al ojo del que lee, que el poeta pretende aquello que mira, renunciando obtenerlo; o que ha sido alcanzado por la llamarada impermanente de las cosas y de los seres sensibles, porque en su universo estético todo es quimera, música y voces, es decir, lo que no puede asirse; el poeta es un ángel terrible, todo lo hace cenizas. Y se presume el párpado como un gozne desgastado por el trasiego de los días delirantes, donde sólo el aire reconforta y hace suspirar, en versos dispuestos a declarar la batalla a la apatía y el desánimo, cuando el poeta enciende un fósforo y dura lo que la vida: El colibrí sensato que se suspende en el cenit del viernes; día para ser ángel guardián del fuego, vestal de la palabra; día para celebrarse, conciente de su condición de ceniza, como diciéndonos: Polvo soy, mas polvo enamorado. Ah, que todos los días sean viernes.

Perturba un poco la cercanía de los ojos a la lumbre, ya que en la realidad palpable no se concibe una imagen en que la pulpa sensible ocular resista un centelleo, una chispa, una luz cegadora; pero la eclipsa el poeta Félix, cuando saca este terror primigenio por las ventanas abiertas, para avisar el nacimiento de otro amanecer; donde la misericordia divina se renueva, y el ocio de los sentidos cobran vida al oler el agua, oir el verdor, tocar los vientos oferentes de los parques, lamer las transparencies y saciarse de la arena errante; decirle sí a la vida, en cada fragmento de muerte que hay en las horas y los días. Así, con cinismo feliz, con audaz descaro, no miente al desierto que ha despertado su andar de Atisha, con una luz en el camino, sabiéndose vacío en la vastedad adentro que el horizonte le refleja.

Entonces, con alquimia equilibrada, mezcla sombras con la luz, para lograr el brebaje de su amada imperial, a través de una copa, un techo astral de aliteración y asíndenton, que encumbran el rostro de Dios, en el espejo de la esposa espejeante e inventada en las tardes pajareras, desenredándose del aire rancio del sol poniente.

De este modo vehemente, el poeta de Mis ojos el fuego, en su deambular de bosques, parece invitarnos desde las briznas y los tomos de Catulo y Rilke, a la propagación de los incendios en los cristales, el acero y el agua; a beberse la existencia con ímpetus de arena; allí, donde el amor parece ser hada imposible; porque, la verdad, en cuestión de llanto y alegrías, tú, hipócrita lector, diría Baudelaire, tú, compañero de viaje: qué te tomas?

Luego la curvatura de la luz, es el sax spectral que acaba en arcoiris, en matices de espuma marina sobre la roca, donde el poeta Félix edifica su casa; sumergiendo sus ojos al río de agua viva que arde delicioso en el naufragio meditado de ser y estar, mar adentro, aquí y ahora, aspirando la brisa del Puerto de Baja California; sintiendo en su gaznate el trago largo del amanecer, y exhalando tórtolas y zanates de la Comarca Lagunera, en cardumen, a firmamentos donde los pensamientos robadores, mezclan el sol con el mar: como los grabados en color de Arthur Rimbaud, el poeta de osada iluminación, el niño de tierna furia.

Esta trasposición de lugares, entre la exploración instropectiva y la añoranza, sitian a Julio Cèsar Félix en su epidermis; yendo de la pertenencia a la impermanencia, en un derroche de lenguaje apropiado, elevando a categoría de arte el argot cotidiano. Evoca el movimiento de las olas, en un discurso pletórico de lucidez, que denota música de Mahler y Debussy; y este aliento fresco de cascada, con agilidad de ciervo y nada rebuscado, consolida el horizonte estético en su propia transparencia. Para muestra, allí está el poema Así no puedo conciliar los sueños, de la página 81, para alarde del poeta que, con aires de Prometeo, intencionadamente adormece ese objeto lírico, con la teatralidad de participios, en un gesto descarado e inteligente de quien conoce su oficio, y se sabe poseedor de resonancias y dueño cabal de los caprichos concienzudos que emite, cual la onomatopeya nocturna del grillo y del grillete linguístico. Cito su aburrimiento lúdico:

 

 …traigo las alas renovadas

 pero el corazón aún fracturado;

 hay cenizas y olvido;

 cenizas sobre cenizas…

 

 …este momento es una emoción transfigurada

 ensimismada

 metamorfoseada en ti, en nada,

 adiós.

 

Este libro es un comburente que promueve aprovechar esas cosas comunes de la vida; porque hasta la mantequilla, la hierba, las manzanas, la carne, la osadía y el perdón, son verdor suficiente para morder y degustar la existencia. Una intención sana de alimentarse con el fuego, y fortalecer esa gota espigada de aceite que es el corazón ardiendo, en carne viva, sin miedo ni esperanza, pero con deleite. Situarse más allá del ansia y la angustia, en la explotación plena de un aliento feliz y auténtico, con su debida cocción armónica, en su jugo, cambiando las tendencias habituales de arder llorando, usando la sonrisa como combustible, sin confiar en la magia que lucra ni el tarhóscopo, para propagar el fuego de un espíritu tocado por Dios, el Dios de ceiba y sacoya, chopo de agua y piedra de sol, el mismo que inspiró a Samuel Ruiz, a los Dominicos y a Martín Luthero.

Aquí, el fuego recobra vital importancia, como prolongación del ojo que lo descubre al estirar el brazo, arrebatándole al mundo su dominio de asa y tridente; al comprender su condición efímera de papel y porcelana, en los asuntos sensoriales y emociones perturbadoras, y conservar lo esencial de cada evento, cada experiencia, cada persona que pasa a nuestro lado, como un acontecimiento festivo y edificante. Sí, el poeta avanza, mientras escribe, con la responsabilidad de mantener vivo el fuego vital, el fuego sagrado.

Atendamos, pues, la invitación franca que nos hace Julio César Félix, a través de su libro furiosamente inasible, para domesticar el fuego. Porque quien se conquista a sí mismo, vence al mundo. Cada uno de nosotros es capaz de reproducir, controlar y hacer suyo el fuego, desde una máquina de escribir, una orleadora, o del torno de taller. Podemos cambiar el modo de relacionarnos con los enseres, los ajuares y las gentes, y ensanchar el horizonte de nuestra convivencia. Aprendamos del hombre arcaico, que usó el fuego literal para ahuyentar las fieras y devolverlas a su madriguera. Así nosotros, parece decirnos Félix, si nos atrevemos también con el fuego interior, trascender nuestras limitaciones emocionales, y elevarnos al ámbito del resplandor y el regocijo. Nuestra palabra puede ser empuñadura del fuego. No se trata de convertirse en un santo, un monje budista o franciscano, sino comprender la realidad tal cual es, y usar elementos como el barro, el agua, la luz, el aire, para transmigrar al cuerpo de arcoiris. El Hombre Nuevo será invencible, cuando comprenda su realidad, y esté dispuesto a conquistar las promesas, e instaurar su Nueva Jerusalén, su Tierra Pura , su Sión y su Shambala, sobre la roca de la dignidad y el decoro. Leamos la vida, amigos y enemigos, como Dios manda; que todo lo que pensemos, digamos y sintamos, lleve el sello del fuego en nuestro corazón. Sí, digamos la oración de la serenidad con Francisco de Asís, y también junto a Saulo, con esfuerzo entusiástico y valientes: “Para mí el vivir es Cristo, y la muerte es ya ganancia”. Podemos convertirnos en leyendas; estamos hechos de la sustancia de las estrellas. Gritemos con Félix: Fuego! Fuego!, y caminemos hacia la hoguera de la vida, sin temor ni desmayo. Recitemos al unísono con este poeta maduro y cabal, parafraseando a Carlos Pellicer, nuestro tigre selvático, así: Dios, por qué me diste los ojos llenos de color, todo lo que yo mire, se llenará de sol. Dios está con nosotros. Así sea. Así es.

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