Me atrevo, con firmeza
de apóstol cristiano, comentar que Mis
ojos el fuego, libro poético de mi amigo Julio César Félix, editado en la
tercera serie de Escritores coahuilenses
Siglo XXI, es un logrado y gratificante esfuerzo de
Hay una posición airada
desde el título, porque decir Mis ojos el fuego implica una contradicción y una
paradoja; eso llama la atención del pasmo, asombra al asombro, y llama al ojo
del que lee, que el poeta pretende aquello que mira, renunciando obtenerlo; o
que ha sido alcanzado por la llamarada impermanente de las cosas y de los seres
sensibles, porque en su universo estético todo es quimera, música y voces, es
decir, lo que no puede asirse; el poeta es un ángel terrible, todo lo hace
cenizas. Y se presume el párpado como un gozne desgastado por el trasiego de los
días delirantes, donde sólo el aire reconforta y hace suspirar, en versos
dispuestos a declarar la batalla a la apatía y el desánimo, cuando el poeta
enciende un fósforo y dura lo que la vida: El colibrí sensato que se suspende
en el cenit del viernes; día para ser ángel guardián del fuego, vestal de la
palabra; día para celebrarse, conciente de su condición de ceniza, como
diciéndonos: Polvo soy, mas polvo enamorado. Ah, que todos los días sean
viernes.
Perturba un poco la
cercanía de los ojos a la lumbre, ya que en la realidad palpable no se concibe
una imagen en que la pulpa sensible ocular resista un centelleo, una chispa,
una luz cegadora; pero la eclipsa el poeta Félix, cuando saca este terror
primigenio por las ventanas abiertas, para avisar el nacimiento de otro amanecer;
donde la misericordia divina se renueva, y el ocio de los sentidos cobran vida
al oler el agua, oir el verdor, tocar los vientos oferentes de los parques,
lamer las transparencies y saciarse de la arena errante; decirle sí a la vida,
en cada fragmento de muerte que hay en las horas y los días. Así, con cinismo
feliz, con audaz descaro, no miente al desierto que ha despertado su andar de
Atisha, con una luz en el camino, sabiéndose vacío en la vastedad adentro que
el horizonte le refleja.
Entonces, con alquimia
equilibrada, mezcla sombras con la luz, para lograr el brebaje de su amada
imperial, a través de una copa, un techo astral de aliteración y asíndenton,
que encumbran el rostro de Dios, en el espejo de la esposa espejeante e
inventada en las tardes pajareras, desenredándose del aire rancio del sol poniente.
De este modo vehemente,
el poeta de Mis ojos el fuego, en su deambular de bosques, parece invitarnos
desde las briznas y los tomos de Catulo y Rilke, a la propagación de los
incendios en los cristales, el acero y el agua; a beberse la existencia con ímpetus
de arena; allí, donde el amor parece ser hada imposible; porque, la verdad, en
cuestión de llanto y alegrías, tú, hipócrita lector, diría Baudelaire, tú,
compañero de viaje: qué te tomas?
Luego la curvatura de
la luz, es el sax spectral que acaba en arcoiris, en matices de espuma marina
sobre la roca, donde el poeta Félix edifica su casa; sumergiendo sus ojos al
río de agua viva que arde delicioso en el naufragio meditado de ser y estar,
mar adentro, aquí y ahora, aspirando la brisa del Puerto de Baja California;
sintiendo en su gaznate el trago largo del amanecer, y exhalando tórtolas y
zanates de
Esta trasposición de
lugares, entre la exploración instropectiva y la añoranza, sitian a Julio Cèsar
Félix en su epidermis; yendo de la pertenencia a la impermanencia, en un
derroche de lenguaje apropiado, elevando a categoría de arte el argot
cotidiano. Evoca el movimiento de las olas, en un discurso pletórico de
lucidez, que denota música de Mahler y Debussy; y este aliento fresco de
cascada, con agilidad de ciervo y nada rebuscado, consolida el horizonte
estético en su propia transparencia. Para muestra, allí está el poema Así no
puedo conciliar los sueños, de la página 81, para alarde del poeta que, con
aires de Prometeo, intencionadamente adormece ese objeto lírico, con la
teatralidad de participios, en un gesto descarado e inteligente de quien conoce
su oficio, y se sabe poseedor de resonancias y dueño cabal de los caprichos concienzudos
que emite, cual la onomatopeya nocturna del grillo y del grillete linguístico.
Cito su aburrimiento lúdico:
…traigo las alas renovadas
pero el corazón aún fracturado;
hay cenizas y olvido;
cenizas sobre cenizas…
…este momento es una emoción transfigurada
ensimismada
metamorfoseada en ti, en nada,
adiós.
Este libro es un
comburente que promueve aprovechar esas cosas comunes de la vida; porque hasta
la mantequilla, la hierba, las manzanas, la carne, la osadía y el perdón, son
verdor suficiente para morder y degustar la existencia. Una intención sana de
alimentarse con el fuego, y fortalecer esa gota espigada de aceite que es el
corazón ardiendo, en carne viva, sin miedo ni esperanza, pero con deleite.
Situarse más allá del ansia y la angustia, en la explotación plena de un
aliento feliz y auténtico, con su debida cocción armónica, en su jugo,
cambiando las tendencias habituales de arder llorando, usando la sonrisa como
combustible, sin confiar en la magia que lucra ni el tarhóscopo, para propagar
el fuego de un espíritu tocado por Dios, el Dios de ceiba y sacoya, chopo de
agua y piedra de sol, el mismo que inspiró a Samuel Ruiz, a los Dominicos y a
Martín Luthero.
Aquí, el fuego recobra
vital importancia, como prolongación del ojo que lo descubre al estirar el
brazo, arrebatándole al mundo su dominio de asa y tridente; al comprender su
condición efímera de papel y porcelana, en los asuntos sensoriales y emociones
perturbadoras, y conservar lo esencial de cada evento, cada experiencia, cada
persona que pasa a nuestro lado, como un acontecimiento festivo y edificante. Sí,
el poeta avanza, mientras escribe, con la responsabilidad de mantener vivo el
fuego vital, el fuego sagrado.
Atendamos, pues, la
invitación franca que nos hace Julio César Félix, a través de su libro
furiosamente inasible, para domesticar el fuego. Porque quien se conquista a sí
mismo, vence al mundo. Cada uno de nosotros es capaz de reproducir, controlar y
hacer suyo el fuego, desde una máquina de escribir, una orleadora, o del torno
de taller. Podemos cambiar el modo de relacionarnos con los enseres, los
ajuares y las gentes, y ensanchar el horizonte de nuestra convivencia.
Aprendamos del hombre arcaico, que usó el fuego literal para ahuyentar las
fieras y devolverlas a su madriguera. Así nosotros, parece decirnos Félix, si
nos atrevemos también con el fuego interior, trascender nuestras limitaciones
emocionales, y elevarnos al ámbito del resplandor y el regocijo. Nuestra
palabra puede ser empuñadura del fuego. No se trata de convertirse en un santo,
un monje budista o franciscano, sino comprender la realidad tal cual es, y usar
elementos como el barro, el agua, la luz, el aire, para transmigrar al cuerpo
de arcoiris. El Hombre Nuevo será invencible, cuando comprenda su realidad, y
esté dispuesto a conquistar las promesas, e instaurar su Nueva Jerusalén, su
Tierra Pura , su Sión y su Shambala, sobre la roca de la dignidad y el decoro.
Leamos la vida, amigos y enemigos, como Dios manda; que todo lo que pensemos,
digamos y sintamos, lleve el sello del fuego en nuestro corazón. Sí, digamos la
oración de la serenidad con Francisco de Asís, y también junto a Saulo, con
esfuerzo entusiástico y valientes: “Para mí el vivir es Cristo, y la muerte es
ya ganancia”. Podemos convertirnos en leyendas; estamos hechos de la sustancia
de las estrellas. Gritemos con Félix: Fuego! Fuego!, y caminemos hacia la
hoguera de la vida, sin temor ni desmayo. Recitemos al unísono con este poeta
maduro y cabal, parafraseando a Carlos Pellicer, nuestro tigre selvático, así:
Dios, por qué me diste los ojos llenos de color, todo lo que yo mire, se
llenará de sol. Dios está con nosotros. Así sea. Así es.
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