Hace una
semana un compañero, el Mau, programó un conversatorio sobre la película de
Eliseo Subiela. Es la visión romántica de un poeta romántico, trasnochado por
un siglo y medio. Entiendo la postura beligerante del director, contrastante
ante el sistema económico multinacional: los productos que genera el poeta son
diversos, en tiempo y “beneficios” a los que genera el circuito del dinero, y
hay que multiplicar las trincheras. De acuerdo. Sin embargo, me caga el filme.
Democratiza
una imagen del poeta como un ser iluminado. Viviendo la vida entre sexo, drogas
y rocanrol. (Aquí: vino, tango y prostitutas). De entre todos los artistas,
precisamente el poeta siempre será el más fucking
“loco”, el incomprendido, el outsider.
Nunca talachea. Un concertista debe estudiar: solfeo, armonía, ritmo, historia
de música, música barroca, renacentista, atonal… El poeta interpretado por
Darío Grandinetti, en cambio, nació así: ¿dónde están las bibliotecas?, ¿cuándo
lo vemos fatigando los manuales de métrica de Tomás Navarro Tomás, Antonio
Quilis, Rudolph Baehr?, ¿dónde quedó la lima?, ¿y los cursos y las clases con
las que tiene que pagar el auto?, ¿y la tradición poética?, ¿y la historia de
su país, y la filosofía, y la política...?
En el
conversatorio un compañero dijo: “claro, sí, pero ahí está José Alfredo”. Como
reivindicando la idea de que “la tronadez” por sí misma puede generar
genialidades. Pero un José Alfredo nace cada 100 años. La contraprueba es que
los escuadrones de la muerte en cada parque o plaza pública no han engendrado
sendos josealfredos, sino más bien engrosado las filas de los doble a y uno que
otro verso efímero que nadie ha registrado, en sus momentos proféticos a
medianoche, o en un crucero cuando le hablan a un dios que nadie que conozco ha
visto. (Además, el caso del guanajuatense tiene sus asegunes. Seguro fue una
inteligencia peculiar: con un oído privilegiado que se nutrió de la rica
tradición de la música popular mexicana, y mientras se fue forjando iba
absorbiendo la cultura del entorno. Se rodeó de músicos, actrices, poetas. Creo
que con justicia se le puede llamar un músico “lírico”, como le llaman a
quienes no van al conservatorio. O sea, un poeta no académico).
Aunque
tirarse al Dark Side —la vida
disoluta—, tampoco es sencillo, pues hace falta vocación, y hasta
empeñarse en ser un “dolor en los tanates” para la llorosa familia y la sucia
sociedad, el verdadero lado oscuro es el de las bibliotecas y el rigor de la
métrica. Ahí nadie quiere meterse. Pero es necesario para que se revalore el
trabajo, el oficio del poeta. Los gringos, que son la pesadilla del mundo,
tienen exámenes para poder ejercer la carpintería, la electricidad, la plomería.
Mas no vayamos tan lejos: ya me imagino al chalán de albañilería, en su primer
día de trabajo, obstinado en pegar tabique. ¿Qué le dirá el maestro? “Oye… ¿por
qué mejor no te fijas si ya puso la marrana y de paso te me descargas todo el
camión de material, no, mi licenciado?
A veces,
ante la proliferación de tantos (malos) poetas experimentales, dan ganas de
pedirles (a esos) que me mostrasen un soneto “decentón”, una décima, un
romance. Pero vivimos en un mundo de santidad laica y no quisiera ser linchado
real o digitalmente. ¡Ah, la corrección política tan... tan virtual,
democráticamente gringa! Ayúdanos, Quevedo:
¿No ha
de haber un espíritu valiente?
¿Siempre
se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca
se ha de decir lo que se siente?
P. D. En
esta sociedad tan compartimentada, el rebelde romántico, que se opone el
prosaísmo de la vida vulgar y corriente, tiene que conformarse con que su
estado poético pueda surgir en el carnaval, o, ya más tristemente, cada
quincena, y bregar con los estragos de la cruda, en un lunes, y decir, con
Rockdrigo: “Pórtate sensato… ya amaneció, es de día”.
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