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El lado oscuro de la métrica es el lado que sí se mira de la luna (José Antonio García Sandoval)

 


Hace una semana un compañero, el Mau, programó un conversatorio sobre la película de Eliseo Subiela. Es la visión romántica de un poeta romántico, trasnochado por un siglo y medio. Entiendo la postura beligerante del director, contrastante ante el sistema económico multinacional: los productos que genera el poeta son diversos, en tiempo y “beneficios” a los que genera el circuito del dinero, y hay que multiplicar las trincheras. De acuerdo. Sin embargo, me caga el filme.

Democratiza una imagen del poeta como un ser iluminado. Viviendo la vida entre sexo, drogas y rocanrol. (Aquí: vino, tango y prostitutas). De entre todos los artistas, precisamente el poeta siempre será el más fucking “loco”, el incomprendido, el outsider. Nunca talachea. Un concertista debe estudiar: solfeo, armonía, ritmo, historia de música, música barroca, renacentista, atonal… El poeta interpretado por Darío Grandinetti, en cambio, nació así: ¿dónde están las bibliotecas?, ¿cuándo lo vemos fatigando los manuales de métrica de Tomás Navarro Tomás, Antonio Quilis, Rudolph Baehr?, ¿dónde quedó la lima?, ¿y los cursos y las clases con las que tiene que pagar el auto?, ¿y la tradición poética?, ¿y la historia de su país, y la filosofía, y la política...?

En el conversatorio un compañero dijo: “claro, sí, pero ahí está José Alfredo”. Como reivindicando la idea de que “la tronadez” por sí misma puede generar genialidades. Pero un José Alfredo nace cada 100 años. La contraprueba es que los escuadrones de la muerte en cada parque o plaza pública no han engendrado sendos josealfredos, sino más bien engrosado las filas de los doble a y uno que otro verso efímero que nadie ha registrado, en sus momentos proféticos a medianoche, o en un crucero cuando le hablan a un dios que nadie que conozco ha visto. (Además, el caso del guanajuatense tiene sus asegunes. Seguro fue una inteligencia peculiar: con un oído privilegiado que se nutrió de la rica tradición de la música popular mexicana, y mientras se fue forjando iba absorbiendo la cultura del entorno. Se rodeó de músicos, actrices, poetas. Creo que con justicia se le puede llamar un músico “lírico”, como le llaman a quienes no van al conservatorio. O sea, un poeta no académico).

Aunque tirarse al Dark Side la vida disoluta, tampoco es sencillo, pues hace falta vocación, y hasta empeñarse en ser un “dolor en los tanates” para la llorosa familia y la sucia sociedad, el verdadero lado oscuro es el de las bibliotecas y el rigor de la métrica. Ahí nadie quiere meterse. Pero es necesario para que se revalore el trabajo, el oficio del poeta. Los gringos, que son la pesadilla del mundo, tienen exámenes para poder ejercer la carpintería, la electricidad, la plomería. Mas no vayamos tan lejos: ya me imagino al chalán de albañilería, en su primer día de trabajo, obstinado en pegar tabique. ¿Qué le dirá el maestro? “Oye… ¿por qué mejor no te fijas si ya puso la marrana y de paso te me descargas todo el camión de material, no, mi licenciado?

A veces, ante la proliferación de tantos (malos) poetas experimentales, dan ganas de pedirles (a esos) que me mostrasen un soneto “decentón”, una décima, un romance. Pero vivimos en un mundo de santidad laica y no quisiera ser linchado real o digitalmente. ¡Ah, la corrección política tan... tan virtual, democráticamente gringa! Ayúdanos, Quevedo:

 

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

 

P. D. En esta sociedad tan compartimentada, el rebelde romántico, que se opone el prosaísmo de la vida vulgar y corriente, tiene que conformarse con que su estado poético pueda surgir en el carnaval, o, ya más tristemente, cada quincena, y bregar con los estragos de la cruda, en un lunes, y decir, con Rockdrigo: “Pórtate sensato… ya amaneció, es de día”.

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