Eduardo Galeano
Esta semana
se cumplieron tres meses de la desaparición física del amigo, del maestro, Juan
Francisco Rodríguez Aldape.
Cuando a
mediados de noviembre me dijeron que estaba enfermo, de inmediato pensé: “saldrá
de ésta, y platicaremos largo y tendido sobre su experiencia, como lo hemos
hecho sobre tantos otros temas.”
Porque
Aldape era un hombre de diálogo. Sabía escuchar, alentaba el pensamiento de sus
interlocutores mediante preguntas genuinas, de buena entraña. Nunca le vi
desatento a una conversación o indiferente ante una pregunta. Siento que para
él no existía eso que algunos conocemos, arrogantemente, como “trivialidades”.
Más de una
vez, al dialogar sobre cualquier tema, yo había tenido que revisar mi
planteamiento cuando Aldape me preguntaba, de forma sencilla, ¿y tú por qué
crees que fue de esa manera y no de otra?, o, cuando seguramente se daba cuenta
de que yo estaba repitiendo lo que alguien más había dicho o escrito, ¿y tú qué
piensas? Y continuábamos el diálogo.
A su
interés genuino por dialogar con el otro, por alentar su opinión, por
escucharle, se agregaba su aguda inteligencia. Siempre con un libro a la mano,
era hombre de letras, de números, de ciencia, historia, pedagogía y didáctica y
tantas otras disciplinas. Por él conocí a matemáticos, literatos, filósofos,
muralistas, fotógrafos, cantantes, educadores y comunicadores populares y vi
tantísimas películas y leí libros que me prestó o regaló y que luego, sin
excepción, comentábamos en la casa de la Red Norte (en Gómez Palacio, Durango),
durante algún desayuno o por teléfono.
No es
fácil encontrarse con personas que, conociendo tanto sobre tanto, sean tan
sencillas, tan serviciales, tan dispuestas a compartir, del mejor modo, su
saber y tiempo con los demás. Que sean, en conclusión, tan humanas. Y Aldape
era, ante todo, sobre todo, eso: un gran ser humano.
El 17 de
noviembre del año 2020, después de la conmoción matutina que me causó la
noticia sobre su muerte, entré a su perfil de Facebook y me encontré decenas de
mensajes de sus estudiantes y amigos. Todos le agradecían por las enseñanzas
compartidas, por los consejos brindados, por el apoyo recibido.
Si un
mandamiento fundamental del cristianismo se relaciona directamente con el amor
al prójimo, Aldape era entonces un cristiano auténtico, que se interesaba por
los demás y predicaba con el ejemplo, que generaba e impulsaba procesos junto a
otros, para la construcción de un mundo mejor, más justo, más solidario.
Vienen a
mi memoria, a propósito de esto, tres experiencias inolvidables junto al profesor
Aldape, que quiero compartir:
La primera
tuvo lugar en la colonia Sacramento. Yo estudiaba, con poco más de veinte años
de edad, en la Escuela Normal Superior de la Laguna CI, en donde él era
catedrático, y había tenido una larga jornada de trabajo que se prolongó hasta
muy tarde. Perdí la noción del tiempo y cayó la noche.
Era domingo.
El último autobús del transporte público ya había pasado. Yo no tenía teléfono
con que llamar a un familiar cercano, ni dinero para pagar un taxi y volver a
mi casa, que está a kilómetros de Gómez Palacio. Nervioso, temeroso, deambulé por
las calles de la colonia, ideando y descartando posibilidades.
De pronto me
encontré con el profesor Aldape, que cerraba la casa de la Red Norte y alistaba
su auto para retirarse a la ciudad de Saltillo, donde vivía. Se extrañó de que
a esas horas aún estuviera en la colonia. Mi orgullo no me dejó contarle la
verdad en un inicio, pero él se dio cuenta que algo andaba mal. Tuve entonces
que explicarle y se ofreció a llevarme hasta mi pueblo.
Bastaba con
el traslado a un lugar donde, con suerte, alcanzaría o adelantaría al último
camión del transporte público. Se lo hice saber, y no sin resistencia– insistía
en llevarme hasta mi domicilio –enfilamos hasta una parte en que al cabo de un
par de minutos llegó el autobús. Subí, y el profesor Aldape se retiró sólo hasta
que me vio hacerle la señal de despedida a través de la ventanilla.
Quien haya
vivido la penuria económica y la desesperación que de ella emana sabe lo que
este tipo de apoyos representa.
Antes de
ese suceso sólo habíamos intercambiado algunas palabras, durante algún evento
cultural en la escuela. Días después, al volverle a ver, quise pagarle la
gasolina. Se negó. “Si está en nuestras manos apoyar a alguien que lo necesita,
hay que hacerlo”, me dijo. Y me aceptó si acaso un frugal desayuno.
La segunda
ocurrió después de un placentero y, al mismo tiempo, extenuante evento que
inició por la mañana, muy temprano, y culminó hasta altas horas de la noche.
Aldape y yo fuimos los encargados de cargar y descargar mobiliario y equipo de
sonido en distintos lugares. Terminamos exhaustos.
Cenamos
(fuimos a descansar, en realidad) en un pequeño restaurante que ofrecía
platillos típicos mexicanos. Yo platicaba acerca de lo agotadora que había sido
la jornada y sobre cómo aprovecharía el día siguiente para dormir bien y
recobrar energías. No pensaba en nada más.
De pronto
alguien, entre los comensales, reconoció al profesor Aldape y se acercó a saludarle
y a platicar con él. Se le veía angustiado, nervioso. Salió durante algunos minutos
y regresó con una carpeta que contenía decenas de hojas con números, diagramas
y figuras diversas. El profesor Aldape la recibió, ojeó con interés y la guardó.
Acordaron estar en comunicación. Fuimos a dormir a la casa de la Red Norte. Ambos
daríamos clase en la Normal Superior de la Laguna a las 9:30. Tendríamos tiempo
suficiente para descansar.
Cerca de
las cuatro de la mañana, sin embargo, sentí que alguien estaba en la sala y
rebuscaba entre los estantes. Oí el crujir de la puerta al abrirse y pensé que
un ladrón había llegado a robarnos y huía después de haber consumado su
objetivo. Me levanté sobresaltado, caminé en puntillas hacia la sala y, al encender
la luz, encontré al profesor Aldape, absorto en la carpeta y su contenido,
escribiendo notas al margen y alumbrándose con una pequeña lámpara. Era él
quien había abierto la puerta para que entrara el aire matinal y aminorara el
calor del verano lagunero, era él quien buscaba marcatextos y lápices, entre
los estantes, momentos atrás.
“Estoy
revisando el proyecto matemático de un exalumno. Es para ingresar como profesor
en una universidad. Entre más pronto atienda las observaciones, mejor. Así
podrá hacer un muy buen trabajo.”
Más tarde,
ese mismo día, me encontré al exalumno entre los pasillos de la Normal. Llevaba
la carpeta bajo el brazo. Se le veía contento. “¿Listo?”, le pregunté a modo de
saludo. “Listo. Ese maestro es un fuera de serie”.
Tercera experiencia.
Antes de iniciar un juego de lotería con los habitantes de la colonia, alguien
retó al profesor Aldape a un duelo de ajedrez. Aldape era un magnífico
ajedrecista, y en poco más de diez minutos había finiquitado el encuentro. Volvió
a ordenar sus piezas en el tablero y pidió a su oponente hacer lo mismo con las
suyas. Luego le fue explicando, uno a uno, qué tipo de movimientos pudo haber
hecho para no caer tan deprisa, qué tipo de estrategias pudo haber considerado.
Jugaron dos o tres partidas más, y en cada una de ellas el profesor conversaba
con su contrincante, lo alentaba al análisis y a la reflexión, vinculaba el
juego de ajedrez con la realidad. Se formó un nutrido grupo de observadores.
Algunos tomaban apuntes.
Tiempo
después, le pedí al profesor Aldape que me enseñara a jugar ajedrez. “Claro que
sí”, me respondió. “Y también te enseñaré a enseñar a jugar a otros. Si no, ¿de
qué sirve saber ajedrez?”
Tengo más historias,
más recuerdos con el profesor Aldape, resultado de más de diez años de amistad
y compañerismo, y en cada una de ellas está presente no sólo su vasto saber,
sino también su eterna disposición para ayudar a los demás, compartir y nunca
juzgarse sin tiempo. Está presente su infinita ternura, su gran sencillez, y su
coherencia entre lo que decía y lo que hacía.
Fue
siempre, sigue siendo, un ser humano excepcional, cuya vida se celebra, se
agradece y se recuerda hondamente.
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