La admiración por los nuestros
Ulises Uriel Regalado Barrera
Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura
Violeta Parra, Que vivan los estudiantes
Como profesor, uno aprende bastante de sus estudiantes. A tal grado de que
las nociones que de ellos tenemos, nuestras concepciones sobre el acto de
enseñar y sobre la vida misma se refinan o modifican. Por mi parte, no me
alcanzarían las líneas de este texto para señalar, así sea sucintamente, los
cuantiosos aprendizajes y saberes que de ellos he obtenido.
Tal vez por ello, sin idealizar, el oficio docente sea uno de los más
bellos que existen, pues no sólo nos da la oportunidad de crecer
intelectualmente día a día, sino también de enriquecer nuestro espíritu a
través de las interacciones que fraguamos con los alumnos, quienes avivan en
nosotros la magia y la chispa de la creatividad y el entusiasmo, sofocada por
la desesperanza y la rutina que nos impone este mundo enfermizamente
competitivo.
Basta ver la manera en que nos contagian cuando, en algún festejo o evento
cultural cantan, bailan, actúan, se expresan. Tal vez, en el fondo, renace en nosotros
ese deseo – momentáneo a veces, es cierto – de hacer lo que nos gusta y
reivindicar nuestro derecho a ser felices.
Paulo Freire e Ira Short, en un largo y profundo diálogo que tomó forma de
libro, Miedo y osadía: La cotidianidad
del docente que se arriesga a practicar una pedagogía transformadora,
hablan de la huelga de obligaciones, para
referirse a la negación del estudiante por trabajar (apatía, desinterés, le
llamamos en estos contextos). Pero, ¿qué motiva una huelga? Pues el
descontento, la inconformidad, la búsqueda de nuevas relaciones y condiciones
de vida.
¿No será lo que en el fondo, a través de eso que nosotros llamamos apatía y
desinterés por la enseñanza, los alumnos nos quieren decir que desean otro
tipo de interacciones, otro tipo de relación con su docente y con el tema que
es motivo de estudio?
A mí ese descubrimiento me llegó a través de una estudiante de secundaria
de una zona rural, quien por medio de una breve carta me reprochó el hecho de
que, al abordar un tema relacionado con el teatro, me hubiese enfocado en la
parte teórica, a través de un método verbalista, en lugar de organizarles para
montar una obra de teatro, lo cual les habría resultado más significativo y
enriquecedor. “Cómo es posible que no haya notado que estábamos ansiosos por
preparar una obra”, remataba su texto.
Y aprendí, aprendí a tomar en cuenta la voz del alumnado y a no
encasillarme en los lugares comunes de “los alumnos no tienen valores”, “no
quieren aprender”, etcétera.
Sin embargo, el descubrimiento más importante hasta ahora, no sólo en lo
profesional, sino en la vida misma, lo adquirí de ellos, de mis estudiantes de
secundaria. Resulta que, como una forma de conocer a los sujetos con quienes
trabajaría, tomé por costumbre, durante mis albores como profesor, preguntarles
a quiénes admiraban.
Aunque no faltaban quienes nombraban a los artistas o deportistas en boga,
una contundente mayoría decía que admiraba hondamente a su padre, a su madre, a
sus abuelos, tíos o hermanos. A mí esto, lo confieso, me causaba cierta gracia,
la cual en ocasiones no ocultaba. ¿Cómo era posible sentir admiración por
quienes ni siquiera habían salido del pueblo ni figuraban en ningún medio?
Decidí entonces pasar a otro pregunta: ¿Por qué los admiraban? Y las
respuestas, aun hoy en día, me conmovieron sobremanera. Aparecía entonces algún
humilde padre de familia que se privaba de darse alguna satisfacción personal
para que a su hijo no le faltara la alimentación o el vestido; la madre que
pasaba las noches en vela cuidando a su hija enferma; los abuelos que, ante la
ausencia de sus hijos, asumían el rol de padres con sus nietos; el hermano
mayor atento a las necesidades de sus hermanos pequeños o los tíos que por
necesidad emigraron a otros lugares para, desde allá, hacerse cargo de la
familia.
“Por eso los admiramos”, concluían. Ante mi silencio, solo les faltó decirme:
¿Le parece poco? Porque así hay argumentos, contundentes, que no precisan de
tantas palabras ni circunloquios.
Y sí, en efecto, por eso son dignos de admiración. Nuestros padres,
nuestros hermanos, nuestra gente, quienes están y han estado cerquita de
nosotros. El verbo admirar lleva consigo el prefijo “ad”, que significa
“cercanía”. Podemos comenzar, entonces, a mirar de cerca a quienes están junto
a nosotros.
No por nada el gran Pablo Neruda escribió el portentoso poema Oda al hombre sencillo, o Jorge
Manríquez las Coplas a la muerte de su
padre. No por nada José Saramago, en su discurso para recibir el premio
nobel de literatura se refirió con gran cariño a sus abuelos, quienes, sin
saber leer ni escribir, le enseñaron más que ningún otro. No por nada Olga
Orozco, en su profundo poema Si me puedes
mirar, al referirse a una madre muerta (¿su propia madre?), escribe:
Búscame entonces
tú en medio de este bosque alucinado
Donde cada
crujido es tu lamento
Donde cada aleteo
es un reclamo de exilio que no entiendo
Donde cada
cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad
Y cada
resplandor, la lámpara que enciendes, para que no me pierda entre las galerías
de este mundo
La madre, aun muerta, perdura, es guía y protectora en el sendero de su hija. Por eso, cómo
no admirar a los nuestros, si son quienes nos han forjado. Cómo no apreciar a
los estudiantes, si de ellos aprende uno cada día.
Texto publicado en el Número 3 del Periódico Normalista La Biznaga.
(Fotografía por UNICEF México)
Texto publicado en el Número 3 del Periódico Normalista La Biznaga.
(Fotografía por UNICEF México)
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